Jerónimo García Riaño
Las luces artificiales golpeaban el oscuro cielo haciéndolo llorar en mil colores -esas lágrimas contrastaban con los rostros asombrados de aquellos que observábamos el espectáculo-. La gente cruzaba sus emociones en fuertes abrazos combinados con llanto y alegría, eran verdaderos abrazos: acercaban los pechos y las mejillas.
Las calles parecían serpientes grises tatuadas de rojo, verde y blanco, que emanaban de su piel el vapor de una noche sudorosa. Las casas parpadeaban sus ojos a través de las ventanas, y la música tenía una silueta en forma de parranda. Los niños jugaban alegres entre los árboles que, sorprendidos por esa noche diferente, compartían el bullicio de la vida. Mujeres traían comida y hombres bebían sin parar, luego comían para espantar alucinaciones. El ding dong de las campanas de la iglesia marcaba el compás de la noche de los abrazos. La muerte, en forma de fuego, se apoderaba de un hombre de trapo que, después de algunos segundos, gritaba su triste agonía al son de un tac... tac... tac... tac...pum. El cielo seguía llorando mil colores.
El viejo Miguel acercó su silla de ruedas a nuestra ventana para ver en una sola foto aquellas emociones de los hombres. Su máscara de oxígeno le estorbaba en los ojos y se la quitó. Yo apoyaba mis brazos con dificultad sobre el marco de la ventana para no caerme, la fuerza de mis piernas se tornó insuficiente para sostenerme por mí mismo.
-Don Miguel, no quedó de otra –le dije.
-Si, compañero… Estoy de acuerdo –me dijo con la mirada fría.
Entonces lo abracé, entonces me abrazó. El sujetaba mi débil y frágil cintura, y yo rodeaba su cuello con mis brazos.
-Feliz año nuevo, don Miguel.
-Feliz año, joven.
Luego nos soltamos y me dijo:
-Lástima que en este hospital no sirvan vino.
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